Rider
Publicado por la revista Opportunity de la Asociación Española de Fantasía, Terror y Ciencia Ficción en agosto de 2020
La calle estaba desierta, pero algo se movió al fondo, junto a una farola. “Putas ratas”, pensó Kila. Las odiaba. En las semanas de cuarentena era frecuente verlas a plena luz del día, obligadas por el hambre a abandonar sus agujeros. Privadas de la basura de los restaurantes y de otros desperdicios humanos se volvían locas, llegando a desplazarse varios kilómetros para buscar comida en barrios donde normalmente no había redores. Como ese. Era una zona acomodada de la ciudad, a las afueras, con amplias avenidas bordeadas de árboles y casas rodeadas de jardines. Un coñazo de barrio hasta cuando no estaban en pandemia, en opinión de Kila; por sus calles solo pasaba el ocasional coche de alta gama o niñeras paseado a críos. Pero nunca ratas. Kila bajó el visor del casco y se preparó para arrancar. Si lo lograba, serían tres este mes, el record absoluto en su unidad. El animal levantó el hocico percibiendo el peligro, y durante un instante las dos se miraron, rider y rata. “No tienes escapatoria, hija de puta”, pensó Kila mientras aceleraba, pero el animal fue más rápido y se escabulló por una alcantarilla, milésimas de segundo antes de ser aplastada por la rueda. “Mierda”, pensó la chica, pero no pasaba nada. Ya habría otras.
Desde que se declaró la actual cuarentena Kila había trabajado hasta catorce horas diarias llevando paquetes de un lado a otro de la ciudad. Posiblemente iba a seguir al mismo ritmo durante una buena temporada. Era un virus nuevo, otra vez, y sabía por experiencia que en esos casos las cuarentenas eran largas. La producción de vacunas llevaba su tiempo; había que cultivar el nuevo patógeno, hacer pruebas, obtener el visto bueno de las autoridades sanitarias y, finalmente, distribuirlas entre la población. Con la ayuda de millones de riders como ella, por supuesto. Kila estaba orgullosa de su labor, de su importancia para la sociedad. Gracias a ellos, la gente podía seguir alimentándose en tiempos de cuarenta estricta, como la actual, los enfermos confinados en sus casa recibían medicinas, mercancías cambiaban de manos y se mantenía un mínimo de actividad económica durante la impuesta hibernación. En un día normal, Kila recogía decenas de pedidos en supermercados que repartía por toda la ciudad, se encargaba de otros tantos repartos de comida a domicilio, entregaba docenas de medicinas, documentos, paquetes de diverso contenido y que muchas veces prefería no conocer. Solo los riders y la policía podían abandonar sus casas durante las cuarentenas, lo que era a la vez un privilegio y una enorme responsabilidad. “Gracias, riders. Nuestros héroes”, decían los inmensos carteles luminosos diseminados por toda la ciudad, y Kila se sentía honrada. Llegar a ser un rider -una de las mejores, además- le había costado años de duro entrenamiento y rigurosas pruebas. Había que ser rápido, eficiente y estar preparado para surcar durante horas una ciudad en cuarentena al límite de sus fuerzas. Nunca sabías lo que ibas a encontrar detrás de una puerta. Kila no había tenido nunca que disparar a nadie, pero sí había sacado su arma reglamentaria en varias ocasiones, por ejemplo. Tenía compañeros a los que les había tocado atender urgencias médicas sin ser sanitarios, exponiéndose al virus, y un amigo que se encontró un cadáver a medio descomponer, y encima le pidieron que se lo llevara. Lo de las ratas…lo de las ratas era lo de menos.
El brac que llevaba injertado en su brazo izquierdo decía que ya había llegado a la dirección del siguiente encargo. Era una construcción moderna, de esas con mucho acero y cristal que a Kila le parecían demasiado frías, asépticas. Si alguna vez lograba ahorrar el suficiente dinero, sabía perfectamente el tipo de casa que quería comprarse: un ático antiguo, de suelos de tarima, techos altos y vistas sobre la ciudad. Pero para eso le quedaban al menos dos o tres pandemias y muchos paquetes como ese por recoger.
Todo el mundo dominaba ya el proceso. El rider llegaba al domicilio y colocaba su pequeño contenedor junto a la puerta, el cliente aparecía, dejaba o tomaba de él la mercancía, el repartidor volvía a poner el contenedor en su moto y ya estaba, transacción completa sin que nadie tuviese que hablar o acercarse a menos de dos metros de distancia. Solían ser adultos, a menudo personas muy mayores, a veces enfermos que tosían o estornudaban y obligaban a Kila a retroceder un par de pasos más, aunque con su equipo de protección era casi imposible el contagio. En alguna ocasión fueron niños, pero nunca le había abierto la puerta un chaval de apenas cinco o seis años, como el que acaba de aparecer en la casa de cristal y acero.
—Hola. Me gusta tu casco. ¿Sabes que yo también voy a ser rider cuando me haga mayor? Así podré salir durante las cuarentenas.
No estaba prohibido hablar en las entregas, aunque Kila nunca lo hacía; era su norma. Pero ignorar a un niño pequeño con el pelo revuelto y un oso de peluche en la mano le pareció cruel.
—Tendrás que prepararte muy bien, no vale cualquiera.
—Yo valdré, ya verás. Soy muy listo y muy rápido. ¿Quieres que te lo demuestre?
—¡No, quédate quieto! ¿Dónde están tus padres?
—Están enfermos. Espera, voy a por lo que te tienes que llevar.
Kila suspiró. Detrás de cada puerta había una pequeña tragedia. Tendría que hablar con las autoridades sanitarias y los servicios sociales, por si acaso era necesaria su intervención. Los padres enfermos y el niño atendiendo a los riders…El chico volvió aparecer, pero esta vez ya no tenía un peluche en sus manos, sino algo pequeño, negro y cubierto de pelo que respiraba apresuradamente con la lengua fuera. Un perro.
—¿Qué es eso?— Era una pregunta tonta; Kila lo sabía perfectamente, aunque le dieran un poco de asco y no hubiera visto uno en mucho tiempo. Desde la última pandemia estaban prohibidos, como los demás animales de compañía. Tan dulces, tan monos, y resulta que transmitían mutaciones de virus, los muy cabrones.
—Es Bruno.
—Es ilegal.
—No, es Bruno—contestó el niño. —¿Puedes llevarlo con mis primos? Es la casa de ladrillo rojo al otro lado del parque, con el tejado negro y un árbol muy grande en la puerta. Mis padres están malos y yo solo no puedo cuidar de él.
Kila no podía creer lo que estaba escuchando.
—No puedo transportar mercancía ilegal ni animales vivos.
—¡Pero tú eres un rider, llevas y traes cosas! ¡Y yo no puedo cuidar de Bruno!
Entonces se escuchó una voz desde dentro de la casa. Alguien decía algo o llamaba al niño; Kila no lo entendió bien, y todo ocurrió muy rápido. El chico dio un beso apresurado al perrito, lo metió dentro del contenedor y entró en la casa cerrando la puerta detrás de él. El animal intentó salir de la caja pero no lo consiguió y entonces empezó a ladrar, primero muy suave, pero después con fuerza, auténticos aullidos que seguramente se escuchaban en toda la calle. “¡Mierda, mierda!”, pensó Kila. Tenía que subirse a la moto y largarse, lo sabía. Marcharse y denunciar a esa familia que tenía un perro ilegal y un niño posiblemente desatendido. Pero no se movió, no podía, hasta que los ladridos se hicieron todavía más vigorosos y entonces, sin saber muy bien por qué, agarró el contenedor con el perro dentro y se fue de allí.
* * *
La casa de ladrillo rojo y tejado negro la encontró enseguida, pero nadie estaba esperando su llegada. Kila se dio cuenta de que posiblemente el niño no había organizado el envío, así que hizo algo que un rider normalmente no hacía: llamar al timbre. Tampoco ocurrió nada y como el perrito no paraba de ladrar dentro del contenedor, no tuvo más remedio que marcharse. No quería ni pensar qué ocurriría si alguien la pillaba allí con una mercancía ilegal. Recibiría una sanción, eso seguro, y se arriesgaba incluso a perder su licencia de rider. Canceló todos los encargos que tenía para el resto del día con una excusa y se fue a casa, sin tener la más mínima idea de lo que iba a hacer después. El perrito ladraba todo el tiempo; a lo mejor de hambre, y le costó mucho subirlo hasta su apartamento sin que hiciera ruido.
¿Qué comía un perro? Le dio salchichas y pan, y restos de su propia cena. Limpió muchos pises y cacas. Intentó que durmiera en la cocina pero ladraba; gemía, más bien, llorando sin lágrimas. Acabaron durmiendo juntos, la única forma de que no hiciera ruido, rider y perro acurrucados en el sofá.
* * *
Su plan era volver a la casa del niño y dejar allí a Bruno. Llamaría al timbre, le daba igual. Golpearía la puerta con sus manos, lo arrojaría por encima de la verja si era necesario; cualquier cosa con tal de desprenderse del animal. Perro y rider cruzaron la ciudad desierta, pero cuando llegaron a la calle del niño se la encontraron cerrada con una barricada de cemento que cortaba el paso a todo tipo de vehículos.
“Zona contaminada en cuarentena extrema. Prohibida la entrada a riders”.
Solo lo había visto otras dos veces en su vida, una calle con tantos enfermos que hasta las aceras se consideraban contaminadas. Kila golpeó el cartel, frustrada, arriesgándose a ser captada por alguna cámara de seguridad o denunciada por los vecinos. Hay una rider loca que está intentando derribar una barricada, vengan rápido, dirían. Supondría su salida automática del cuerpo de riders; se convertiría en una vergüenza para todo el colectivo. Bruno empezó a ladrar de nuevo, harto de estar en el contendor, y Kila no tuvo más remedio que subirse a la moto y alejarse de allí.
* * *
En el extremo sur del barrio había una zona aún por construir donde nadie vivía y donde las obras, paradas por la pandemia, estaban desiertas. Allí aparcó y sacó a Bruno de la caja, el perrito ladrando de alegría y lamiéndole las manos enguantadas, agradecido. Le dejó correr a su aire, le dio agua, unos trozos de salchicha. Le tiró palos para que fuera a por ellos, a ver si se alejaba y se perdía, pero el perro regresaba siempre con el palito en la boca y ganas de jugar. Podía montarse en la moto y abandonarlo allí, por supuesto, y aunque se lo propuso un par de veces sus piernas no le respondieron.
La rata salió de detrás de un contendor de escombros en la acera de enfrente. Kila se tensó como siempre que veía a uno de los roedores e, instintivamente, buscó con la mano su arma reglamentaria. Iba a sacarla, muy despacio. Sería su tercera en un mes, el record de su unidad y una rata de mierda menos en las calles, pero no tuvo tiempo. Bruno la había visto también y se abalanzó sobre ella, ladrando como si fuera un pitbull enloquecido de rabia y no un cachorro de perro labrador. La rata salió corriendo y el perro no paró de ladrar hasta que el roedor había atravesado el solar y desaparecido de su vista.
Hubiera sido su tercera en un mes y una rata de mierda menos en las calles. Normalmente se hubiera puesto furiosa, más aún de lo que ya estaba, pero, para su sorpresa, no le importó.
—Tú tampoco las soportas, ¿eh? —dijo en voz alta. Bruno echó a correr hacia ella moviendo la cola, empezó a mordisquearle las botas, juguetón, y Kila, sin darse cuenta, sonrió.