Cabify
Hay muchos tipos de clientes y Luna los ha visto a todos. No le cuesta reconocerlos; a veces incluso antes de que se suban al coche. Está el cliente paternalista que llama para comprobar que vas de camino y eres capaz de seguir las indicaciones de un navegador. Suelen ser hombres. ¿Se comportarían igual si ella no fuese mujer? Luna sospecha que no. Está el cliente hablador que se muere por contarte algo, lo que sea, y está el que no abre la boca ni para decir adiós. Luna prefiere los segundos aunque escucha pacientemente a los primeros porque se nota que no tienen nadie con quién conversar. Está el que cierra dando un portazo, deja basura en el asiento y habla a gritos por el móvil durante todo el trayecto. Está el que hace todo eso y encima te pone solo tres estrellas porque has pillado atasco. Está el que te cancela cuando te quedan cuatro calles por llegar, el que acaba vomitando y el que va prácticamente tirándose a su pareja en el asiento de atrás, aunque Luna tiene que reconocer que siente debilidad por estos últimos. A veces da alguna vuelta de más para dejarles acabar tranquilos, rodeos inexplicables por la M-30 de los que nadie se ha quejado nunca. A Marta y a las otras les hizo mucha gracia cuando se lo contó. El “Pornofy”, lo llaman. Eres una guarrilla, lo que te mola es mirarlos por el retrovisor, dijeron, pero no, no es eso. Luna es discreta y nunca mira, pero se siente cómplice. En esos momentos ya no es simplemente un chófer. Está haciendo algo más importante, está ayudando a una pareja enamorada. Porque aunque ella solo escuche gemidos, en su imaginación siempre son dos amantes secretos consumidos por un amor puro y eterno. Es una romántica sin remedio, aunque prefiere que Marta piense que le pone conducir mientras la gente se mete mano en su coche.
Y luego está Sergio, que no es un tipo de cliente pero bien podría serlo.
Se conocieron en Tinder. La primera vez que quedaron no le dio tiempo a pasar por casa después de trabajar y a él le hizo gracia que fuera a recogerlo en Cabify. Tanta gracia le hizo que apenas salieron del coche y aquello acabó convirtiéndose en su forma de verse. Luna va a por él cuando acaba su jornada y conducen un rato por Madrid hasta que ella para en algún descampado solitario y discreto. El sexo en el asiento trasero de un Skoda nunca le ha gustado demasiado, pero a él le da morbo, parece, y en el piso compartido de Luna siempre hay demasiada gente.
Últimamente, sin embargo, las cosas son distintas. Sergio dejó un día de sentarse delante y empezó a montarse atrás como si fuera un taxi. A la semana siguiente le pidió que abriera la aplicación poco antes de llegar a su casa cuando fuera a recogerlo. Para qué, si no estoy trabajando, pero él insistía, que lo hiciera por él, que era como un juego. Cuando Luna estuviera a pocas calles, Sergio pediría un Cabify y la petición le saltaría a ella, el coche más cercano. La primer vez Luna no la aceptó, qué chorrada era aquello, pero Sergio se enfadó como un niño pequeño. La segunda le siguió el rollo por tenerlo contento y después ella le hizo un Bizum con los 23 euros de la carrera hasta su descampado habitual. La tercera vez, Sergio dijo que no hacía falta que le devolviera el dinero y Luna supo que tenía que dejar de ver a ese tío. No lo hizo.
Aún lo llama a veces, cuando ha tenido un día difícil. Días en los que se acuerda de que lleva dos años conduciendo, y eso que iba a ser un trabajo temporal. Días en los que algún cliente pregunta qué hace una chica tan joven currando de eso, que si es para pagarse la carrera. Ella suele decir que sí, aunque ya no sea tan joven y haga años que terminó de estudiar. A veces cuenta la verdad, como aquella tarde en la que cogió a un chica con la que fue charlando todo el trayecto. Resulta que habían estudiado en la misma facultad, pero ella terminó seis años antes que Luna. Y también había ido a Oxford. Qué pequeño es el mundo. ¿En qué college había estado Luna? ¡No sería Corpus Cristi! ¿A qué era como vivir en una película de Harry Potter? Ah, que Luna no había estado en ningún college, que había estado sirviendo mesas para pagarse esas clases de inglés que luego no le sirvieron para nada. Ah, que a Luna no la contrataron después de las prácticas en aquel máster que ofrecían en la facultad. Pues antes cogían a todos. La dejó en un elegante edificio de oficinas en la Castellana. La chica le dio propina y se bajó del coche con gesto de alivio, como si hubiese chinches en el asiento trasero.
Lo peor de pasarte ocho horas al día conduciendo no es el riesgo de accidente ni el dolor de espalda. Es el tedio. Luna no lo lleva demasiado mal. Conoce a compañeros que se vuelven locos y acaban contándoles su vida a los clientes por puro aburrimiento. O haciendo estupideces, como ese tío que iba siempre cantando y al que al final echaron. La madre de Luna decía que tenía “mucho mundo interior” y debe de ser cierto, porque no se aburre ni cuando está sola. Y sola está, aunque tenga siempre el aliento de alguien en la nuca. Luna piensa en sus cosas. Imagina historias. Mira discretamente a los clientes por el retrovisor y les inventa una vida y un futuro. Puede estarse toda la jornada laboral sin pasar del “buenas tardes” y el “¿está bien la temperatura?”, pero siempre hay excepciones, por supuesto, y aquel día resultó ser una de ellas. Después de tres viajes de Atocha al Ifema –qué pasaría en el Ifema– Luna se aburre y se muere por hablar con otro ser humano. Duda entre volver al centro o tirar para el aeropuerto, pero entonces le salta una petición de un tal Carlos en Arturo Soria y se alegra por el cambio de recorrido, por poder ir hacia una zona que no ha pisado en mucho tiempo.
Carlos tarda en aparecer. Dos, tres minutos. Luna odia tener que llamar pero no va a tener más remedio que hacerlo. Está esperando a que el cliente se digne a contestar cuando un chico alto y delgado sale del portal. Es atractivo, como muchos, y lleva barba, como todos. Viste la típica camisa por fuera con varios botones abiertos, el uniforme de los pijos de la zona, pero hay algo en él que a Luna le parece diferente aunque no sepa lo que es. Tarda un momento en darse cuenta de que son los libros, tres tomos que lleva en el hueco del brazo como las carpetas del colegio de cuando era niña. Ya nadie va con libros por la calle, piensa. El chico se acerca, sonriente. ¿Luna?, dice al entrar en el coche. ¿Carlos?, contesta ella, y se siente como si estuvieran en una cita a ciegas.
Ella se muere de ganas de hablar, pero al final es él quien empieza la conversación.
—Siento haberte hecho esperar, es que no encontraba las llaves. ¿Pasa mucho?
—¿El qué? —pregunta Luna.
—Pues el que te hagan esperar.
—Bueno, a veces. Como el precio ya está cerrado, la gente se relaja.
—Claro, —contesta él—. Cuando el taxímetro corría teníamos que darnos prisa.
Luna no sabe por qué, pero se lo cuenta.
—Una vez una tía me dio plantón, ¿sabes? Llegué a la casa pero no apareció; ni contestó al teléfono ni nada.
—Qué cabrona. ¿Qué crees que había pasado?
—Ni idea, igual cambió de planes. Igual… no sé, igual se peleó con el marido y ya no quisieron salir.
—Igual fue algo grave —dice él—. A lo mejor tuvo un ataque al corazón o algo parecido.
Luna se ríe e inmediatamente se arrepiente, pero mira por el retrovisor y ve que él está sonriendo. Es guapo, mucho.
—La verdad es que yo también lo pensé —contesta—. No se lo he contado a nadie, pero en los días siguientes fui mucho por ese barrio, a ver si la tía pedía un cabi otra vez. Para ver si estaba viva.
—¿Y lo pidió?
—No te lo vas a creer: sí. Una semana después. Pero dejé que otro compañero cogiera el servicio.
—¡Qué fuerte!, dice él.
Se ríen, y ella tiene que concentrarse en dejar de mirar al espejo retrovisor y prestar atención al tráfico. Durante unos segundos nadie dice nada y Luna teme que el chico quiera dar por acabada la conversación.
—Oye —dice Carlos de pronto— ¿Y si fue el marido? ¿Y si la mató pero luego siguió usando su teléfono, para disimular?
—Pues eso no se me había ocurrido, qué buen argumento para una novela.
—Es que esto de conducir un Cabify debe de dar para escribir muchas novelas, —contesta él sin dejar de sonreír, y a Luna le dan ganas de mentir, de contarle que en realidad es una escritora documentándose para su nueva obra. Él la miraría de otra manera, le preguntaría de qué va el libro, le hablaría de los que llevaba debajo bajo del brazo. Igual hasta le pediría el teléfono. Pero mientras Luna se esfuerza por conducir y mirarle a la vez, han llegado a su destino cerca de Manuel Becerra. Carlos se despide, da las gracias con educación y se baja del coche en la esquina de Alcalá con la calle Montesa. Cierra la puerta con demasiada fuerza y a Luna le duele por dentro, un portazo en el alma. Se muere por seguirle con la vista, averiguar a dónde va, pero los conductores de atrás ya la están pitando y no tiene más remedio que arrancar. Sigue Alcalá adelante e ignora una llamada en Colón sin saber muy bien por qué. Tiene ganas de dejar el coche ahí mismo, en medio de la calle, entrar en el Retiro y tumbarse en la hierba, pero entonces gira en Velázquez y por el rabillo del ojo ve algo en el asiento trasero. Espera al siguiente semáforo para darse la vuelta y descubre que Carlos se ha dejado uno de los libros que llevaba. “El año del pensamiento mágico”, de Joan Didion. El marca páginas que asoma por la parte superior muestra que le queda más de la mitad para acabarlo.
* * *
Carlos tiene clase los lunes, miércoles y viernes, desde las seis hasta las nueve. Muy tarde; últimamente empieza a anochecer cuando entra y está totalmente oscuro cuando sale, pero así son esos masters para profesionales. Es la única forma de compaginarlos con el trabajo, por duro que sea. Ocho o nueve horas currando y luego a clase o a estudiar, porque encima son cursos exigentes, con un montón de exámenes y trabajos que tienes que entregar. Luna no cree que ella fuese capaz. En su época universitaria sí, entonces se daba unas palizas considerables y podía estudiar las horas que fuesen necesarias, toda la noche si le había pillado el toro. Luego un par de cafés y a hacer el examen como si nada, fresca como una rosa. Pero ya no tiene esa capacidad de trabajo, sea por los años o la falta de costumbre. Ahora le cuesta mucho más concentrarse y después de toda la jornada laboral recorriendo Madrid en el Cabify acaba rota, incapaz de hacer nada que requiera el más mínimo esfuerzo intelectual. Por eso admira tanto la tenacidad de Carlos. Nunca falta a las clases del master aunque se le note en la cara que está cansado. Y del master derecho a casa, que al día siguiente hay que madrugar para ir a la oficina. A Carlos le gusta llegar temprano, ahorrarse lo peor del atasco en la M-30 y tener tiempo para tomarse un café en el Starbucks antes de subir al despacho.
A estas alturas, Luna conoce bien sus rutinas y costumbres. Son muchas horas mirando desde el coche.
Convertirse en adicto debe de ser algo parecido. Hay un día de mierda o una noche de mierda, y ese será el momento en el que empieces. Aunque no seas consciente de que estás empezando nada. Solo va a ocurrir una vez; esa y ya, un acontecimiento aislado porque, en fin, ha sido un mal día. En el caso de Luna, todo comenzó tras un proceso de selección que por fin le permitiría dejar el Cabify y trabajar en algo bastante relacionado con lo que estudió en la uni. Le encantó la empresa, le gustó la gente que la entrevistó y, para qué negarlo, bordó las pruebas. Había pasado a la tercera fase, la última, pero algo se torció en algún momento y Luna ni siquiera sabe qué. La chica de recursos humanos que la llamó aquella tarde fue bastante vaga en su explicación. Había sido un proceso muy competitivo y otro candidato resultó tener un perfil más adecuado para el puesto. Etcétera, etcétera. ¿Era el otro candidato más joven? ¿Más proactivo? ¿Tenía más atención al detalle? ¿Con experiencia relevante en un área distinta a la del transporte de viajeros? Luna no se atrevió a preguntar y aquella chica de recursos humanos parecía tener prisa. Seguramente se olvidó de Luna en cuanto marcó el siguiente nombre de la lista de candidatos rechazados, deseando acabar cuanto antes.
Estaba convencida de que la iban a coger. La entrevista había salido tan bien, había sentido tanta conexión con las chicas de su departamento… Y el puesto parecía hecho a su medida; el otro candidato debía de ser un enchufado. A esas alturas tendría que estar acostumbrada a los rechazos, ya llevaba unos cuantos, pero esa vez le pareció un golpe especialmente bajo. Empezó a llorar sin importarle que la gente mirara, y algunos estaban mirando. El tipo gordo del coche de al lado, por ejemplo.
Luna bajó la ventanilla.
—¿Qué miras, bola de sebo? —El hombre apartó la vista y arrancó. Si llega a mantener la mirada un segundo más, Luna se hubiese sentido capaz de bajarse del Skoda y darle un puñetazo.
Decidió tomarse el resto de la tarde libre porque se sentía incapaz de tratar con los clientes aunque fueran de los que no hablan. Iría a casa, sí. A lo mejor Marta y las otras estaban por allí y querían salir a tomar algo. Pero entonces abrió la guantera para buscar un clínex y vio el libro, otra vez, solo que en esa ocasión tuvo un efecto diferente en ella. Llevaba tres semanas con el libro de Carlos en el coche sin poder decidir si iba a leerlo, intentar devolvérselo o tirarlo a la basura. Había pensado en contactarle a través e la aplicación pero luego se dijo que era mejor esperar a que él preguntara. Nunca la escribió. Pensaba de vez en cuando en él, recordaba lo atractivo e interesante que le pareció. Y a veces, en tardes lentas con pocos clientes, fantaseaba imaginando que volvía a su portal a esperar a que bajara o que pidiera un Cabi.
Bastó un día de mierda para que Luna se decidiera a hacer precisamente eso.
Al principio solo quería mirar, probar a ver qué pasaba. A lo mejor hasta se animaba a hablar con él y devolverle el libro. Le diría… le diría que estaba allí por casualidad. Su dentista tenía la consulta justo a la vuelta de la esquina, qué coincidencia, y le había visto salir del portal. No, eso era absurdo, qué tontería. Estaría dando a entender que se había fijado tanto en él como para recordar su aspecto y reconocerlo por la calle. Mejor se haría la tonta. Hola, mira, un chico que cogí en mi Cabify se dejó este libro hace unas semanas. Estaba en la zona y he venido ha traérselo. No sabrás cómo puedo dejárselo en el portal. Ah, pero, ¿eres tú? ¡No te había reconocido! Claro, con tantos clientes… Al final, después de esperar tres horas aparcada en la acera del frente, de ver entrar y salir a decenas de vecinos –niños despeinados y sudorosos tras muchas horas de colegio, madres con la mochila de los críos a cuestas, empleadas con perros o bolsas de basura –apareció Carlos y el corazón le dio un vuelco. Llevaba una camisa parecida a la de la otra vez y, en lugar de libros, una bolsa de deporte colgada del hombro. Luna se quedó petrificada, incapaz de salir del coche y, mucho menos, hablar con él, pero cuando Carlos dobló la esquina y lo perdió de vista la invadió algo parecido al pánico. Arrancó el Skoda y lo siguió, no sabe bien por qué. A partir de ahí, todo fue fácil. Esperarle a que saliera del club de pádel. Seguirle de nuevo hasta su casa. Pasarse por el portal al día siguiente después de terminar su jornada laboral tras el volante. Al principio solo era algo esporádico. No iba todos los días, únicamente si tenía tiempo o le quedaba cerca entre carrera y carrera. Muchas veces era un viaje en vano porque Carlos ni entraba ni salía, y al final se cansaba de estar ahí parada. Pero poco a poco las visitas se hicieron más frecuentes. Un día le esperó en la puerta del trabajo y después, otra vez, en la del máster. Otra vez lo siguió durante toda una mañana haciendo recados por el barrio, y eso que era sábado y Luna no trabajaba. Hasta el día en que, en lugar de hacer viajes con el Cabify, se pasó diez horas pegada a Carlos, esperando en doble fila o siguiendo sus periplos en coche o autobús.
Afortunadamente, se trata de un chico predecible, un hombre de rutinas. Resulta, incluso, un poco aburrido en sus costumbres, pero Luna lo prefiere así. De casa al trabajo, del trabajo al máster y otra vez al portal cercano a Arturo Soria que Luna ya conoce como si fuese el suyo. Vuelta a empezar a la mañana siguiente. Se permite pocas distracciones, salvo algún partido de pádel en las noches sin clase o los domingos y raras salidas con los amigos que para Luna han sido complicadas. Como aquel viernes por Lavapiés, vaya pesadilla, de bar en bar hasta las tres de la mañana por calles estrechas donde no había forma de aparcar. Pero Luna no quiso retirarse hasta que vio a Carlos entrar en el edificio de Arturo Soria, tambaleándose ligeramente después de muchas horas de copas pero sano y salvo. Se mueve en autobús, –nunca en metro, afortunadamente– su propio coche o, a veces, Cabify. A Luna le ha saltado en dos ocasiones la petición mientras le esperaba pero, por supuesto, no la aceptó. Los amigos con los que sale son siempre los mismos. Ha vuelto a llevar libros en la mano aunque no tantos como la primera vez y nunca baja la basura, alguien lo hará por él. Cuanto más lo sigue, más preguntas le surgen. Cómo es el piso, cómo es la oficina. Qué hace exactamente dentro de ese edificio o durante las horas del máster que ya sabe, eso sí, es un MBA que cuesta cuarenta mil euros y está orientado a “profesionales y empresarios que quieren convertirse en líderes globales”. Algunas incógnitas le quitan el sueño. Qué había en esa dirección de Alcalá con Montesa a la que le llevó la primera vez, por ejemplo. Por qué se dirige a ese portal de la calle Azcona más o menos cada tres semanas. Pero, pese a todas las preguntas, siente que conoce muy bien a Carlos, cada día mejor. Y lo que no conoce, su imaginación se encarga de completarlo, no hay problema.
Ha empezado a leer el libro, por supuesto. Es otra ventana hacia el alma de su chico. Así ha empezado a llamarlo delante de Marta y sus compañeras de piso, “mi chico”. Salgo con mi chico. Hoy no puedo porque he quedado con mi chico. Ceno en casa de mi chico. También dice Carlos, claro. Todas se mueren por conocerlo, pero Luna va posponiendo el momento.
—¿Qué lees, tía? —pregunta Marta una mañana de domingo en la que están las dos en la cocina, cada una a lo suyo.
Luna le muestra la portada sin dejar de leer.
—“El año del pensamiento mágico” ¿Es bueno? ¿De qué va? ¿Fantasía?
—Es el libro favorito de Carlos —contesta Luna, aunque nadie le ha pedido esa información. —Es un libro de memorias. El marido de la autora murió de golpe, un problema del corazón, unos días después de que la hija acabara en el hospital en coma después de una neumonía o algo así. Es un libro sobre el proceso de duelo.
—¿Y la hija se recupera?
—Sí, pero se murió dos años después de hepatitis. Aunque eso no sale en el libro, creo.
—¡Joder, vaya dramones que lee tu chico! Por cierto, ¿va a venir a la fiesta?
—Me parece que sí, pero no me ha confirmado. Es que está súper liado con el trabajo del master… —contesta Luna mientras vuelve a poner la vista en el libro.
—Bueno, a ver si al final puede. Oye, Luna, otra cosa. Lo del alquiler, que no se te olvide. Es que tenemos que comprar la bebida para la fiesta.
El alquiler. Marta ya se lo ha recordado dos veces. Empieza a ser un problema, porque sus ingresos han bajado bastante, casi hasta cero. Y es que Luna pasa muchas horas detrás del volante, pero no precisamente trabajando.
Después, cuando todo cambie, se acordará mucho de esa soleada mañana de domingo leyendo a Joan Didion en la cocina, cuando era feliz pero no se daba cuenta. Todo era normal, todo era ordinario y, como diría Didion, fue precisamente la normalidad la que le impidió aceptar el desastre. Le pasa a todo el mundo. Era una tarde calurosa de agosto, estaba recogiendo la casa, como siempre, cuando todo voló por los aires. Acababa de saludarlo de camino al ascensor, comentamos el partido como cada fin de semana, y al rato murió de un infarto. No entendemos que la tragedia no avise, que todo sea ordinario y de repente no lo sea. Es casi una ofensa.
Como todos los domingos, Luna desayuna tranquilamente en la cocina, se arregla e informa a sus compañeras de que se va ”a pasar el día con Carlos”. Él también sigue el guion establecido para el último día de la semana. A la una menos cuarto baja del brazo de la señora mayor que Luna ya sabe que es su madre porque una vez pasaron tan cerca del coche que pudo escuchar cómo la llamaba mamá. Carlos vive con su madre y aunque antes lo hubiese considerado un síntoma de inmadurez, ahora le parece dulce. La mujer siempre va muy elegante, arregladísima, pero es claramente muy mayor y posiblemente necesite ayuda; Carlos debe de ser el pequeño o ese hijo que llega cuando ya se ha perdido la esperanza de tener descendencia. Ese domingo tan corriente, Carlos y su madre bajan a la calle y doblan hacia Arturo Soria, donde compran la prensa en un kiosco, dan un paseo corto y, como siempre que hace bueno, se toman el aperitivo en una terraza. Después vuelta a la casa y calma hasta casi el final de la tarde, cuando Carlos sale con su bolsa de deporte y se dirige al club de pádel. Luna arranca y va hacia allí también, reconfortada por las rutinas que no cambian, por la falta de sorpresas. Mientras le sigue a cierta distancia, se imagina que ella va a su lado caminando hacia el club. Este es también uno de sus hábitos, imaginarse junto a Carlos en sus desplazamientos cotidianos. Los domingos entra con él al club y juegan al pádel. A veces gana ella y a veces él, según la película que proyecte en su cabeza. En otra versión Luna no juega; Carlos echa un partido con algún amigo mientras ella espera en la cafetería porque se ha lesionado. No se le escapan las miradas de los compañeros de pádel, los comentarios que hace a Carlos y que ella no escucha a esa distancia pero, lo sabe, son del tipo “menuda novia tienes, tío”. Luego Carlos, sudoroso —le encanta cuando ha sudado, le parece sexy–, la recoge en la cafetería y los dos se van tranquilamente caminando a casa, cogidos de la mano.
Los domingos por la tarde son para tener novio, piensa Luna dentro del Skoda.
Todo es tan normal, todo es tan ordinario, que cuando sale con del club acompañado de esa chica Luna no entiende lo que está viendo. Por un segundo incluso piensa que es ella misma, porque esa escena la ha vivido una y mil veces en su imaginación. Pero esa chica es más alta que Luna y algo más delgada; no tiene el pelo negro y rizado sino rubio y un poco ondulado, cortado a la altura de los hombros. Sale con Carlos, los dos charlando animadamente. Luna piensa “alguna conocida; ahora se despedirán y cada uno a su casa”. Pero no. Carlos y la rubia empiezan a andar juntos sin dejar de hablar. Caminan despacio, más despacio de lo que él camina cuando va solo, y Luna, con el corazón latiendo a mil por hora, tiene que hacer un verdadero esfuerzo por conducir tan lento sin que resulte extraño. A veces hasta se paran en medio de la acera para reírse, observa con desesperación. Ya han recorrido casi la mitad del trayecto hasta el portal cercano a Arturo Soria cuando a Luna le parece que van cogidos de la mano. Es imposible, no puede ser. Todo era tan ordinario... Debe de haber visto mal. Pero llegan al portal, bien iluminado por las numerosas farolas de ese barrio de ricos, y ya no puede negar lo evidente. Van cogidos de la mano. Y todavía peor: Carlos le da un beso rápido en la boca, abre la puerta y entra con ella al edificio.
* * *
Nunca había pasado toda la noche metida en el Skoda pero lo había pensado sí. Una vez Carlos llegó tardísimo a su casa y Luna, observando desde el coche frente al portal, sopesó si merecía la pena recorrer media ciudad para volver a la misma posición pocas horas después. Qué pena no disponer de una bolsa de aseo y una muda en el coche, pensó entonces. Eso hace la gente que tiene un novio o una novia, ¿no? Dejan un cepillo de dientes, unas bragas, una camiseta de dormir; hasta que poco a poco van conquistando el espacio de su pareja, paulatinamente, como la rana en la olla de agua cuya temperatura sube tan despacio que el animal no lo nota y al final muere escaldada y casi sin enterarse porque todo ha sido poco a poco. A ella le hubiese gustado hacer eso con Carlos, trasladar sus cosas una a una al piso de Arturo Soria hasta que toda su vida estuviese allí y a él le costase recordar una situación diferente. Aquella noche que casi pasó en el coche, Luna no tenía muda ni cepillo de dientes en el Skoda y no sabe si fue por eso o porque aún le quedaba algo de dignidad por lo que al final arrancó y acabó durmiendo cómodamente en su cama.
Esta vez es otra cosa. Tampoco tiene ni muda ni cepillo; por no tener, no tiene ni un tampax y eso que le haría falta, pero hoy no duda en absoluto. Va a quedarse delante del portal hasta que la chica rubia salga de la casa de Carlos y luego la va a seguir aunque sea lo último que haga, porque tiene que descubrir quién es qué hace cómo ha llegado a la vida de su chico, su chico. Solo suyo.
Quiere quedarse despierta por si baja pero en algún momento le puede el sueño. Se despierta sobresaltada y con la boca seca. Confusa. Durante unos instantes no sabe dónde está, pero enseguida vuelven todos los recuerdos de la noche anterior. Carlos y la rubia caminando de la mano, riéndose por la calle, los dos sudados relajados. Sexys. ¿Estarían también sudando ahora? Luna siente que algo se tensa dentro de su pecho. Casi duele. Trata de respirar despacio, cuenta hasta diez. Tiene sed y necesita ira la baño pero no quiere salir del coche y arriesgarse a perder a la rubia. Es temprano, siete menos cuarto… ¿A qué hora saldría para ir a trabajar. ¿Tendrá que ir a trabajar? Luna trata de concentrarse. Es lunes por la mañana, si tiene trabajo deberá ir a él o la despedirán. Decide esperar un poco y, menos mal, porque diez minutos más tarde el portal se abre y de él sale la rubia con la misma ropa del día anterior y el pelo mojado. Se ve que ya ha dejado la bolsa de aseo en casa de Carlos, o igual la llevaba con las cosas de jugar al pádel. O lo peor lo peor de todo: usa su gel, su champú, su desodorante. Ella va al trabajo oliendo a él mientras Luna huele a ropa sin lavar, aire viciado y mal aliento.
“Que no entre al metro que no entre al metro que no entre al metro” y, menos mal, no entra. La rubia tiene su propio coche, un Fiat 500 blanco aparcado en la otra acera. Un coche tan atractivo como ella que además parece limpio y reluciente, y no lleno de mierda como el Skoda. Luna arranca y la sigue por un Madrid todavía dormido tratando de dejar bastante espacio entre ambos coches. Es más complicado seguir a alguien cuando las calles están desiertas que cuando hay mucho tráfico. Por lo menos el trayecto no es largo, diez minutos escasos hasta ese barrio donde todas las calles tienen nombres de vírgenes y que Luna solo conoce vagamente. Un barrio de gente que se mueve en autobús o metro, o su propio automóvil, no en Cabify. Un barrio de bloques feos de ladrillo y sin garajes. La rubia da una dos tres vueltas a la misma manzana, incapaz de encontrar sitio a esa hora tan temprana en la casi nadie ha salido todavía de casa, y al final aparca en un hueco minúsculo incluso para el Fiat con el morro del coche dentro de un vado permanente.
La rubia entra a un portal a pocos metros del vado y Luna espera por si acaso baja enseguida, pero pronto queda claro que va para largo. Quizá ni siquiera tiene que ir a trabajar, quizá se ha metido otra vez en la cama para recuperar lo que no ha dormido con Carlos. Luna siente otra vez esa presión dolorosa en el pecho y cuenta despacio hasta diez. Está parada en doble fila poco antes del portal pero en la acera de enfrente, nerviosa, pensando que no puede quedarse mucho más ahí, pero entonces tiene suerte y, justo detrás de ella, un tipo entra en su coche, arranca y deja libre un sitio. Luna aparca con la vista puesta en la otra acera. Mira al portal, mira al Fiat 500 invadiendo con su morro blanco el vado que pertenece a un taller de reparación de vehículos. Piensa en el dueño del taller, que habrá pagado su buen dinero al ayuntamiento por tener ese espacio libre y ahora tendrá que sortear el morro del Fiat 500 para poder meter y sacar coches de su negocio. Luna siente que comienza a acalorarse pese a que dentro del Skoda y a esa hora hace más bien frío. No es justo, no lo es. Respira despacio, cuenta hasta veinte y coge su teléfono. Busca el número de la grúa municipal y explica a un somnoliento teleoperador que un Fiat 500 blanco está bloqueando la salida de su taller de automóviles.
* * *
Los de la grúa se sorprenden al no encontrar al dueño del taller, pero un coche mal aparcado es un coche mal aparcado y las arcas municipales están necesitadas. Cargan el Fiat con la facilidad del que maneja un coche de juguete mientras Luna observa desde el Skoda aparcado detrás. Espera que el depósito de automóviles quede lejos. Rivas. Villa de Vallecas. Arganda del Rey. Algún lugar fuera de la M-50 y olvidado por los concejales de trasporte público. Una vez llevó a un tipo desde Argüelles hasta Arganda y el trayecto fueron 55 eurazos.
Va a marcharse, satisfecha, cuando la ve salir. Nueve y media de la mañana y la rubia se digna por fin a bajar a la calle. Se ha cambiado de ropa, ahora lleva un pantalón negro de tiro alto con una camisa blanca entallada metida por dentro y, en la mano, un bolso pequeño de colores que parece hecho de plástico. Un bolso de cría piensa Luna; quién va a así a trabajar. Solo una payasa. Pero a lo mejor no trabaja o sí lo hace, pero es una de esas oficinas donde la gente va en pantalón corto y camiseta de tirantes. Como aquella donde entrevistaron a Luna y casi casi le dan el puesto, hasta perros había, adormilados bajos los escritorios. Siente que se acalora de nuevo, pero entonces la rubia busca el Fiat con la mirada y Luna se alegra de no haberse marchado. Su cara es un poema. Confusión, sorpresa, incredulidad. Cabreo infinito cuando encuentra, por fin, el papelito que los de la grúa pegaron en la placa del vado. La rubia apoya la espalda en el cierre del taller y se tapa la cara con las manos.
¿Estaba llorando? Luna se parte de risa, se carcajea mientras espera que sí, que esté llorando, y que además se le esté manchando la blusa blanca con la roña del cierre metálico. La chica coge ahora el teléfono. No parece llorar, pero le falta poco. Llama a alguien. ¿Será Carlos? ¿Será el depósito? Trastea un poco con la pantalla y entonces pasa algo que Luna no esperaba. La rubia parece tener que ir algún sitio y el transporte público, o no es conveniente, o es demasiado vulgar para alguien como ella.
La petición le salta a Luna, claro. El Cabify más cercano.
Podría rechazarla pero sus dedos se mueven solos. No sabe bien por qué, no es sensato, pero acepta la carrera y arranca para recoger a la rubia a solo unos metros de distancia. La rubia que, según la aplicación, se llama Eva. Eva mira la pantalla y frunce el ceño, incapaz de creer que el cabi que acaba de pedir esté ya casi en su portal como si se hubiese tele transportado desde la otra punta de la ciudad. Mira hacia Luna, mira la pantalla del teléfono, comprueba la matrícula y abre la portezuela con parsimonia y sin importarle que haya coches detrás esperando para pasar en esa calle estrecha y de un solo carril.
Se desploma en el asiento sin saludar, exactamente como Luna había esperado que hiciera. Contesta con monosílabos cuando le pregunta si la temperatura es la adecuada -sí- y si quiere que encienda la radio -no-. Luna se agarra con fuerza al volante para controlar el temblor de sus manos, es difícil conducir así, con el corazón latiendo a mil por hora, tratando de no chocar ni atropellar a nadie y a la vez mirando a la chica por el retrovisor sin que se note mucho. Complicado. Eva-la puta-rubia está sentada muy tiesa como si no quisiese tocar nada o fuese incómoda. Luna ve por el retrovisor que arruga la nariz y hace un gesto casi imperceptible de asco. Huele mal, claro. El Skoda huele al paso de cientos de viajeros, a noches de sueño inquieto sobre la tapicería. Luna no ventila a menudo y tampoco recuerda cuándo fue la última vez que se dio una ducha. La rubia, sin embargo, huele muy bien, nota con una punzada de dolor. A vainilla y a ropa a limpia, y a algo más que tiene notas masculinas y que podría ser el champú de Carlos.
—¿Me puedes abrir la ventanilla? —pregunta de pronto.
Luna tiene ganas de contestarle “se pide por favor”, pero se muerde la lengua. Desbloquea las ventanillas y Eva abre la de su lado apenas tres centímetros. Será para no despeinarse, piensa Luna con desprecio y se alegra de ver que el viento le está descolocando la melena pese a que la apertura es mínima. Eva, sin embargo, parece relajarse un poco y hasta apoya la espalda en el asiento.
—Estabas muy cerca, ¿no? No has tardado ni treinta segundos en llegar.
No le pega tener la voz tan grave, piensa Luna. O sí. Voz de actriz porno.
—Sí. Estaba al lado. A veces pasa.
—Menos mal, porque voy con prisa. Tenía el coche justo ahí aparcado, donde me has recogido. Pero se lo ha llevado la grúa.
Por qué me está contando esto, por qué quiere hablar. Luna no quiere hablar. Luna no quiere fingir, no quiere tener que ser amable porque está a punto de estallar. Agarra el volante con tanta fuerza que empiezan a dolerle los nudillos.
—¿Y eso? —dice al fin.
—Porque estaba aparcado un centímetro dentro del vado, ya ves tú. ¡Alucinante! ¡Un centímetro, como mucho dos!
O diez, payasa.
—Vaya. Qué mala suerte.
—Ahora paga la multa y el pastizal que cuesta sacarlo del depósito. Ni sé lo que es. Y todo por nada, no estaba molestando.
—A lo mejor alguien quiso entrar al taller y no pudo porque estaba el morro de tu coche.
Luna se arrepiente en cuanto las palabras salen de su boca. Por eso no quería hablar. La rubia no le ha contado que fuese un taller ni que fuera el morro y no el culo el que invadía el vado. Por el retrovisor ve que Eva la mira seria y con el ceño fruncido otra vez.
—No… no molestaba en absoluto. Además conozco al dueño y es un amor. Jamás llamaría a la grúa por algo así. Ha tenido que ser alguna señora de estas que están todo el día fisgando y metiéndose en la vida de los demás. Policías de balcón. O algún vecino que me conoce y me la tiene jurada, yo qué sé. Alguien sin vida propia, desde luego.
“Sin vida propia”. Las palabras retumban en su cabeza y Luna se salta una señal de stop. Eva-rubia-hija de puta protesta, dice “cuidado” o algo así, pero ella ya no está escuchando. “Tú sí que no tienes vida propia, que te estás tirando a mi novio”, piensa.
—Bueno, pero un vado es un vado y hay que respetarlo. Ahora atente a las consecuencias.
Eva abre mucho sus ojos castaños y Luna le mantiene la mirada por el retrovisor.
—Pero… ¿qué dices? ¡Oye, cuidado! ¡Mira al cruce!
No les dan un golpe pero casi. Luna pega un volantazo. Eva grita pero ya ni la oye. Su corazón late a mil por hora, escucha el ritmo enloquecido de su propia sangre y tiene ganas, tiene casi una necesidad imperiosa de pisar a fondo el acelerador para que el coche corra igual que sus latidos.
Y lo hace, lo pisa. Así mejor, más rápido.
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